La afilada cuchilla de la corta césped silbaba al deslizarse sobre la verde pradera, cortando las altas y frondosas hierbas. El jardinero manejaba la máquina con destreza, dedicándose a su labor con esmero y precisión.
Llevaba años manteniendo aquel jardín, y conocía cada rincón, cada arbolillo, cada sendero. Pero en su memoria no había fisura alguna sobre las bellezas que atesoraba. Cada brote de flores, cada cambio de follaje le traía recuerdos. ¿Cuántas primaveras habrán transcurrido desde aquel día en que plantó aquella rosa trepadora? No podría decirlo con certeza, solo sabía que nunca se cansaba de admirar su esplendor.
¿Cuántas horas habrá pasado al sol, bajo la lluvia, cortando hierba tras hierba? Siempre le pareció un trabajo placentero, ideal para alejarse de las prisas y las voces del mundo exterior. En esa corta césped encontró la calma que su alma ansía, el sosiego que su mente necesita.
Cada paseo por los senderos del jardín le refrescaba la memoria y el corazón. No solo eran las flores las que florecían, él mismo lo hacía a cada gesto, a cada olor, a cada sonido. El rugido de la máquina era una melodía reconfortante, y su bamboleo un baile conocido.
¿Habrá algún día otro jardinero tan afortunado como él para disfrutar de semejante tesoro? Su mirada se perdió en la lejanía, mientras la corta césped seguía su curso.
